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Reglas Comunales. San Benito XI (III)
Publicaciones Orden del Temple - Reglas Comunales
Escrito por María de Aquitania   
Domingo, 08 de Noviembre de 2009 00:00

 

El séptimo grado de humildad, consiste en que uno no sólo con la lengua diga que es el último y el más vil de todos, sino que lo crea también en el fondo del corazón, humillándose y diciendo con el Profeta: “Yo soy un gusano y no un hombre, el oprobio de los hombres y el desprecio del pueblo”. “Me he ensalzado, he sido humillado y abatido”. Y también: “Es un bien para mí que me hayas humillado, para que aprenda de tus mandamientos”.

El octavo grado de humildad, consiste en que el monje no haga más que aquello a que le animan la Regla común del monasterio y el ejemplo de los mayores.

El noveno grado de humildad consiste en que el monje impida a su lengua que hable y guardando la taciturnidad, no hable hasta que le pregunten, ya que la Escritura enseña que hablando mucho no se evita el pecado, y que el hombre hablador no acertará el camino en la Tierra.

El décimo grado de humildad consiste en no reír fácil y prontamente, porque está escrito “El necio, cuando ríe, levanta la voz”.

El undécimo grado de humildad, consiste en que el monje, cuando habla, hable con suavidad y sin reír, humildemente, con gravedad, breve y juiciosamente y sin levantar la voz, tal como está escrito: “El sabio se da a conocer por las pocas palabras”.

El duodécimo grado de humildad, consiste en que el monje no sólo posea la humildad en el corazón, sino que también lo manifieste siempre en el cuerpo los que le vean, esto es, que en el oficio Divino, en el oratorio, en el monasterio, en la huerta, yendo de viaje, en el campo y en todas partes, sentado, andando o de pie, esté siempre con la cabeza baja, los ojos fijos en el suelo. Creyéndose en todo momento reo de sus pecados, considere que comparece ya ante en tremendo juicio, diciéndose sin cesar en su corazón lo que, con los ojos fijos en el suelo, dijo aquel publicano del Evangelio: “Señor, no soy digno, yo pecador, de levantar mis ojos al cielo”, y también con el Profeta: “Estoy totalmente abatido y humillado”.

Cuando el monje haya subido todos estos grados de humildad, llegará enseguida aquel amor de Dios que, por ser perfecto, echa fuera el temor; gracias a él, todo lo que observaba antes no sin temor, empezará a cumplirlo sin ningún esfuerzo, como instintivamente, por costumbre, no ya por temor al infierno sino por amor a Cristo, por la costumbre, del bien y por el gusto de las virtudes. El Señor se dignará manifestar estas cosas por el Espíritu Santo en su obrero, limpio de vicios y pecados.

(continuará)

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